Alma de cine (relato).


ALMA DE CINE


―¿Sabes, Stanley?
―Dime, Oliver.
―Esos que van paseando por la ribera del río son Elisa y Gabriel.
―¿Debería de conocerlos, Oliver?
―Pues claro que sí, ¿no te acuerdas de ellos?
―Pues... No.
Pienso que no deberíamos reprochar este despiste a Stanley. Lo cierto es que Elisa y Gabriel ya están mayores, llevan casados más de sesenta años. Pero en otro tiempo compartieron con Oliver y Stanley un mismo espacio, un mismo lugar, un mundo: el cine Capitolio.
Sí, Elisa y Gabriel se conocieron con la inauguración del cine Capitolio, allá por los años cuarenta. Elisa trabajaba como señora de la limpieza y Gabriel como acomodador. Por esta razón quizás Gabriel les podría haber resultado el más conocido. Por aquel entonces él vestía con una chaqueta azul oscuro con botones dorados y siempre iba acompañado de su linterna, que apuntaba al suelo mientras conducía al público hacia sus asientos. Si uno prestaba atención, podía ver fugazmente iluminados sus relucientes zapatos negros. Parecía el capitán de un navío que de forma cuidadosa iba mostrando a cada uno su lugar correspondiente. Durante la proyección de la película permanecía sentado al fondo de la sala. De vez en cuando encendía la linterna si debía llamar la atención a alguien. Con este trabajo no sería necesario decir que no había película que no hubiera visto más de tres veces, por lo menos.
Sin embargo, Elisa se dedicaba a limpiarlo todo: el suelo siempre lleno de palomitas, las butacas, la vitrina de la cartelera, la barra del bar, los aseos… hasta el cuarto de proyección. Lo habitual era verla acompañada del cubo y del mocho. Para ella el cine, el edificio, no tenía secretos y siempre que podía se colaba en la sala para ver las películas.
Allí en la oscuridad solían coincidir ambos. Por supuesto que trabaron amistad y solían conversar, como es fácil imaginar, sobre las películas que acababan de ver.
Hasta que un buen día Gabriel descubrió un hecho insólito, o al menos así le pareció a él. Al volver de los aseos, que se encontraban en el lateral izquierdo del cine en un pasillo cerrado con dos cortinas gruesas y casi indistinguibles en la oscuridad, Gabriel se quedó escondido detrás de ellas observando al público desde allí. Y descubrió que se sabía tan de memoria la película que podía anticipar las risas y las emociones de los espectadores. Pensó, casi sin quererlo, que había espíritus que atravesaban la pantalla del cine e iban a la conquista del alma de todos los que estaban allí sentados. «Ahora reirán», pensaba. Y no había acabado de pensarlo cuando todos los espectadores estallaban en risas. O «ahora se van a sorprender» y como si obedecieran a su pensamiento los espectadores abrían sus ojos y la boca al tiempo que se oía un suspiro causado por una profunda inspiración. Era como si un viento salido de la pantalla tuviera la magia de atraparlos, y estos fueran mecidos por él al igual que las hojas de un olmo, o que el trigo en el campo. Ciertamente, allí sucedía algo que animaba a los espectadores, que les alteraba el ánimo. Y ellos, sin saberlo del todo, acudían para que así sucediera.
A los pocos días, durante la proyección de una película de El Gordo y El Flaco, Gabriel se dirigió a Elisa y la llevó con él detrás de las cortinas de los aseos. Ella no sabía muy bien qué iba a suceder, pero lo comprendió en seguida. Gabriel le dijo: «Mira con atención al público y observa». Y Gabriel comenzó a mover los brazos como si de un director de orquesta se tratará. A su vez, el público respondía a sus movimientos con una sincronización asombrosa. Al principio Elisa miró al público, pero pronto dejó de prestarle atención. Ella, a pesar de que no dejaba de susurrar lo increíble que le parecía todo, tenía los ojos fijos en Gabriel. El entusiasmo que él transmitía no tenía comparación alguna. Él sí que parecía un personaje mágico, con su chaqueta de botones dorados, su pantalón gris y sus zapatos negros. No sabría decir cuánto duró aquello, pero al terminar Gabriel se fue convencido de haber sentido lo mismo que Elisa, de que allí ambos habían compartido un momento maravilloso. Elisa, por el contrario, tan solo se quedó sorprendida de la gran imaginación de Gabriel, o al menos eso creía ella.
Después de estos hechos quien conociera a Gabriel podría decir que en él se adivinaba un aire de complicidad. En el trato cercano con él se sentía que aquel era su lugar, que se encontraba entre los suyos. Cuando uno lo escuchaba, al rato, le atrapaba la convicción de que había pertenecido siempre al cine, que no cabía imaginarlo en otro sitio, como si hubiera nacido allí. Esto Elisa lo sabía muy bien, y buscaba la cercanía de Gabriel por el entusiasmo que a ella le transmitía. Simplemente, a ella hablar con Gabriel le sentaba bien, se contagiaba de su ánimo.
Hasta que al cabo del tiempo sucedió lo que tenía que suceder. Gabriel enloqueció, o eso hubiera podido parecer, pero nadie se enteró, solo Elisa. Era un lunes, a media mañana, Elisa limpiaba los pasillos. De repente llegó Gabriel algo alterado, se acercó a ella y le susurró: «Los he oído». Elisa estaba acostumbrada a su imaginación y le siguió la corriente. Entonces Gabriel, que adivinó su escepticismo, la cogió de la mano, entraron en la sala, la acercó a la pantalla y se inclinó como si escuchara: «¿No los oyes?», le preguntó a Elisa. Ella ni siquiera se esforzó y respondió que no oía nada. Él insistió y la llevó a los altavoces y volvió a preguntarle lo mismo, y así siguieron por todos los rincones del cine. Hasta que harto de no poder hacerse entender, Gabriel cogió a Elisa de la mano y la llevó al centro de la sala, al punto de mayor sonoridad y le realizó por última vez la pregunta: «¿No los oyes?». Pero Elisa no oía nada. Fue entonces cuando allí Gabriel comprendió, él sí que oía, y sabía qué debía hacer. Se inclinó sobre Elisa y cogiéndola por la cintura, tal y como había aprendido de tantas películas vistas, la besó, la besó como solo se besa en el cine, como solo se besa en las películas… «Y ahora, ¿los has escuchado?». «Sí, claro que sí». Pero Elisa solo escuchó el latir de un corazón o de dos, pues no hubiera podía adivinar a qué corazón pertenecían esos latidos, ni se paró a pensarlo.  
Y ahora ambos, después de más de sesenta años juntos y treinta años después de que se cerrara el cine Capitolio, pasean por la ribera de un río, y acaban de descubrir que en un rincón de un parque un tanto abandonado hay una pequeña estatua de bronce, de no más de cincuenta centímetros de altura, erguida sobre una columna de piedra, dedicada a El Gordo y El Flaco. Y como era de esperar, en cuanto la descubrieron se acercaron a ella.
Gabriel se inclinó como si pudiera oírlos, de hecho se iluminó su rostro. Elisa ya conocía esa expresión y la pregunta que escondía. Y casi sin quererlo, quizá como un recuerdo de conversaciones pasadas que asomaba en ese instante, le dijo que la vida no era un sueño, que los sueños sucedían mientras se dormía y no durante el día. Gabriel la escuchó y le respondió: «Sí, todo lo que dices es cierto, pero no comprenderíamos nada de la vida que hemos vivido y de la que aún nos queda por vivir si de ella suprimiéramos nuestros sueños».  
Elisa una vez más, como tantas otras, permaneció en silencio y apretó fuertemente la mano de Gabriel. Ambos siguieron su paseo, pero todavía mientras se alejaban Gabriel pudo oír a Stanley: «Sabes, Oliver, ahora sí que me acuerdo de ellos». 


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